En un valle olvidado, en el extremo más remoto del bosque marchito, se erige una torre. Fue el último bastión de un imperio que ya no existe.
Nos encontramos en Falcem Coeli, también llamada “La hoz del cielo”, una tierra floreciente. Con el paso del tiempo, las guerras de la antigüedad se han convertido en leyendas y cuentos para niños. El gran bosque cubría la mayor parte del reino, donde había pequeñas aldeas en sus lindes, cerca de ríos y arroyos.
Veria, la más grande hechicera de esta era, se había retirado a una cabaña en la aldea de Tadd. Sí, la magia seguía existiendo, pero estaba desapareciendo y debilitándose. Algo estaba consumiendo el maná del mundo y todas las pistas la habían llevado hasta la antigua Torre Arcana.
La Torre había sido ignorada durante siglos, se decía que estaba maldita. Grandes espinas habían crecido a su alrededor, devorándola hasta su misma cúspide. Veria sospechaba que podía ser el origen del problema. Realmente no se equivocaba, pero tampoco tenía pruebas. Además, tenía obligaciones, y esas obligaciones tenían pies, manos y hasta un nombre: Maia.
Una joven talentosa que había adoptado hacía varios años. Su magia era poderosa, aún no estaba menguando y tenía potencial. Acababa de cumplir los dieciocho años y el mundo se abría ante ella. Veria pensaba que Maia sería capaz de cambiar el mundo… y otra vez, no se equivocaba.
Una noche, una voz comenzó a llamar a Maia en sueños: ¡Sálvanos! ¡Sálvanos a todos!
Provenía de la torre. Maia no pudo ignorarla. Pero Veria le había prohibido acercarse. Tampoco sabía llegar, ya que esa torre estaba oculta en lo más profundo del bosque. Así que no tuvo más remedio que buscar ayuda. Le habían hablado de un chico de su edad que hacía trabajos de dudosa legalidad, pero que siempre cumplía si el dinero iba por delante. Su nombre era Brishen.
No le costó mucho convencerlo: era solo llegar hasta el puente. A partir de allí, ella seguiría sola. “Dinero fácil”, pensó el chico.
Cuando salieron, estaba amaneciendo Tardaron una hora jornada entera en llegar y comprobar que no existía ninguna barrera. Al menos ninguna que se pudiera ver, aparte de las espinas que envolvían el valle.
A medida que cruzaba el puente, sentía que algo no pintaba bien. Aparecieron caminantes de espinas y no tuvo más remedio que saltar y perderse en la oscuridad…